Tertulia Literaria Hispanoamericana
Rafael Montesinos
Curso LX
La Directora de la Fundación de
Colegios Mayores MAEC-AECID
y la Directora de la T. L. H. Rafael
Montesinos
se complacen en invitarle a la
sesión
1687ª
Martes, 11 de diciembre de 2012 - 19´30
horas
Tres años de Los Conjurados, Colección de poesía
presentado por Juan José Martín Ramos y Ángel Rodríguez Abad
Leerán Los
Conjurados
Beatriz Hernaz
María Antonia Ortega
Rafael
José Díaz Enrique Gismero
Federico
Leal Beatriz Russso
José Ignacio Serra Antonio Rodríguez Jiménez
Tertulia Literaria Hispanoamericana
Rafael Montesinos
Colegio Mayor “Nuestra Señora de
Guadalupe
Avenida de Séneca, 4 28040-Madrid
Juan José Martín Ramos, Marisa Calvo y Ángel Rodríguez Abad
María Antonia Ortega
Beatriz Hernanz
La extranjera
con las manos entrelazadas de nubes
la que se filtra en las ciudades
deshilando su soledad ajena.
Luminosa como un sargazo
triste.
Con los párpados como volcanes,
arrojando desolación
y hermosura.
La extranjera
la que habita un nombre huérfano,
deshojando océanos y
países,
por los caminos del miedo.
Tiritando como un volcán sin sueño,
se viste en habitaciones ausentes,
cubre sus huesos de humo
como soles negros del
agua.
Y guarda su voz de arena
en las bitácoras del hambre.
De Los
volcanes sin sueño
BEATRIZ HERNANZ
Antonio Rodríguez Jiménez
José Ignacio Serra
Ángel Rodríguez Abad
Enrique Gismero
Rafael José Díaz
Queríamos
nadar hasta meternos en la gruta
ya que
el mar parecía estar en calma.
Negociamos,
benévolos, con los abruptos
laberintos
de lava de la costa
el
punto en que nos lanzaríamos.
Desde
allí hasta la gruta
unas
pocas brazadas
en el
mar centelleante, pero oscuro,
llevarían
los cuerpos casi en abandono.
Gritos
como los que daríamos
habría
repetido ya la gruta otras veces,
gritos
como los de quienes
ya no
estarían allí porque un día estuvieron o porque
no
estuvieron nunca y fueron engañados.
El mar
era la herida
y el
agua oscura era
la
sangre que brotaba sin descanso.
Jadeantes
nadaríamos hasta donde los otros niños
para
gritarle al techo de la gruta
un
revuelo de sílabas,
nuestra
forma de dar
las gracias
desde el fondo
como
peces aún vivos.
Inédito
LAS
TRANSMISIONES
No sé
qué tienen las rememoraciones de la infancia que están como aureoladas. Cada
momento recordado o cada escena recuperada aparecen recortados en un fondo de
extraña mansedumbre. Esta aureola se pierde en cuanto se la quiere decir. La
escritura es, por tanto, el gran desagüe de las rememoraciones desgastadas, de
los sueños empobrecidos y de los instantes despojados de cualquier realidad. No
nos engañemos pensando que la palabra es capaz de crear algo cuando lo único
que está a su alcance es rescatar y almacenar lo que una vez se perdió.
Lo digo
e intento volver con la mente a un lugar en el que pasé muchos veranos, con un
cuerpo que era entonces otro cuerpo, más vivo o menos abrumado que el de ahora.
El fogonazo es reacio al muladar de las palabras. Se resiste a la petrificación
y a la baba de ser dicho. Pero somos lo suficientemente presuntuosos como para
pensar que, nuestro como es, debemos capturarlo, encadenarlo y exhibirlo como
un trofeo de caza.
Así
que: nueva intentona. Estoy asomado a la ventana de un apartamento del sur. Es
por la noche, un recodo del día en el que todo sigue fluyendo pero de otro modo
ya, no del todo desaparecido pero sí como transparentado. Los cuerpos se han
transformado en meras voces que se susurran las unas a las otras como si se
rozaran o acariciaran. Los árboles se mecen entre las luces de las terrazas
desde las que llega la música de una fiesta recién comenzada. Miro hacia la
ventana de enfrente. En ella se ven, como sombras fugaces que huyen de la luz,
los cuerpos de quienes se deslizaban junto a nuestros cuerpos en la
promiscuidad de la piscina. Pero ahora estamos separados y, aunque sigamos
pendientes los unos de los otros, hay algo que ha tocado a su fin.
En la
habitación, mi hermana y yo somos como niños angelicales que no forman
escándalos ni discuten ni se pelean. Llevamos una vida misteriosa que ni
siquiera nuestros padres conocen. Nos turnamos para asomarnos a la ventana y
emitir signos con los que nos comunicamos con nuestros vecinos de enfrente.
Luego, ya acostados, juntamos nuestras manos y nos transmitimos los mensajes
mediante pulsaciones acordadas del pulgar y del índice. Cuando nos dormimos
estamos siempre a punto de avistar el sentido del siguiente mensaje.
Pero
todo es inútil. Una nueva mañana nos devuelve a la luz. Nos levantamos,
desayunamos y nos lanzamos de nuevo a la interminable algarabía de los paseos y
los céspedes. No habría ninguna palabra para vastedad como aquella. Por eso me
refugio en la noche, porque creo que para la noche, más delgada y recogida, más
interior y más serena, encontraré traducción. Cuando la mañana y el mediodía y
la tarde terminan se encogen y se doblan hasta que logran meterse en la
caracola de la noche. Allí los espero con mi red preparada.
Estoy
asomado a la ventana y no hay lenguaje todavía, es decir, que el lenguaje
conforma una unidad con la vida. Lo que digo es parte del momento en que lo
digo. No hay aún contorsiones ni evasivas, no hay desencantos ni recuerdos.
Estoy asomado a la ventana, una noche cualquiera del verano en el apartamento,
y transmito el mensaje que hemos acordado lanzar a nuestros contrincantes. Me
escondo tras la cortina y hay un instante en el que ya no recuerdo cuál era la
siguiente señal. Así que interrumpo la transmisión e inmediatamente me llega la
respuesta de enfrente, que no sé descifrar. Entonces me siento perdido porque
he olvidado las claves y ya nunca lograré reconstruir el mensaje que
necesitábamos para seguir viviendo al día siguiente en medio de la
transparencia, la gracia y la verdad.
Inédito
RAFAEL
JOSÉ DÍAZ
Federico Leal
POÉTICA ISLEÑA
Palmeras que
flamean al viento de todos los ponientes.
Al fondo el
volcán, sus cultivos escarpados de lava fenicia.
Los hervideros
del litoral enloquecido como ahora nuestra sangre. Enloquecido por el envite
del mar sobre el basalto que se deja esculpir por su vapor.
Dominio del
adarce; costra de salitre flotante que se adhiere al cabello y a la piel
calcinada.
Un hombre
orquesta, un músico, un poeta pese a la exigua audiencia, se esmera y afina su
repertorio en el escenario improvisado de una terraza cuando los noctámbulos
pueblan el cerco de los muelles.
Dejamos desfilar
nuestra ocasión de arañar la felicidad por no reconocer las señales. Aquella
silueta que nos acompañó hasta casa a la salida de un antro, nos ofreció su
coche, emitió luces intermitentes frente a nuestros dispersos ojos. No la
reconocimos ocupados como estábamos por tribulaciones estériles, por el
atavismo del miedo que parasita nuestra savia.
Pero cuando llega
la gran diáspora, la última migración ya no nos sorprende. Entonces es
irreversible, todo huye de nosotros, todo salvo la oquedad de vivir sin haber
amado. La bestia ha vuelto a triunfar porque en la última madriguera sublevada
ya no quedan rebeldes ni insumisos, sólo conformados con su suerte. Sólo el
desafío de la luz señalando nuestra irrelevancia en el universo.
Y el cansancio
nos toma por sorpresa sobre la playa, nos invade la carne y, despacio pero
indefectible, va apartando cada elemento del paisaje; los sonidos y objetos se
desdibujan, los olores a comida se silencian en nuestras papilas. Y el ruido se
torna rumor incomprensible hasta desaparecer. Y todo se aleja; los bañistas,
los jugadores de pelota, la orilla misma huye hacia un horizonte blanco y
perpetuo. Enfilándose hacia la región de las sombras.
Pero traerá la
marea residuos de un tiempo consagrado.
Y llegará el
sueño esclarecido de la ira hasta los suburbios del alma indignada por todos
los desencuentros de la travesía.
Y seremos firmes
veleros o geógrafos inmunes a la tempestad
que de pronto
divisan tierra.
FEDERICO LEAL
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